PONTIAC A PIEZAS

    Me preguntó cómo seríamos dentro de quince años. Yo no era muy dado a elucubraciones. El 15 de julio de 1978, metidos en una tienda de campaña, Cristina Prieto y yo nos besamos por error. Por error de ella, que simuló el beso en uno de esos juegos de verdad o reto en el que cuatro niños desafiábamos la vergüenza. Nadie se lo creyó, así que tuvimos que repetirlo. El verano corría como una liebre congelada que permitía hacerse todo tipo de preguntas, y en la radio sonaban las canciones de los Bee Gees y Status Quo. Yo era más de Boney M. En las escaleras del patio imitaba los contoneos del cantante y me inventaba las letras en inglés, mientras los amigos reían y aplaudían. Por esas fechas compré en la droguería de la esquina el primer coche en miniatura, un Ferrari P-4, pero realmente yo anhelaba un Pontiac negro y dorado que había visto en una serie americana.

    El hermano de mi amigo Rafael, Roque, era un semidiós que trabajaba en un taller. Se había comprado una Montesa con el dinero de su primer trabajo y, poco después, un Seat 127 naranja de segunda mano. Rafael era el mejor amigo de todos y presumía de hermano. Nos quedábamos mirando como aceleraba y se perdía por la avenida principal. La misma escena se reiteró cuando subió por primera vez Cristina en el asiento delantero, con una minifalda negra y aquella mirada de Roque, que dejaba a Starky and Hutch en aprendices de piloto y a nosotros como espectadores sin entrada.

    Cinco años después, los veranos se pasaban entre juergas que mezclaban alcohol, ensayar hierbas y Radio futura. El Seat 127 del hermano de Roque acabó en una cuneta. Siniestro total. Se convirtió en un yonqui pero con novia de lujo. Alcanzó a pegarle al viejito del estanco para robarle tabaco. En el caos no había error. Conocí algunas cristinas, pero al final escapaba con la elegancia del galgo. En los cines se veía el cartel de Christine, qué casualidad, y Ángel Nieto ganaba todas las carreras. Yo terminaba mi colección de coches en miniatura, pero ya no quería jugar con ellos.

    El verano de 1986 aproveché los días y aprobé el carné de conducir. Al comenzar los estudios de mecánica, me aparté del barrio y construí una vida de estudiante hormiga que trabajaba por las tardes. De oídas, sabía que las juergas de mis amigos de siempre se volvían más aceleradas. En un garaje viejo, me vendieron un Pontiac destartalado. Le faltaban algunas piezas. Lo arreglé durante semanas, visitando desguaces y gastándome parte de mis ahorros. Volví por el barrio como el nuevo rico indiano. En la parada de autobús, me hice el encontradizo con Cristina y le ofrecí llevarla en mi nuevo coche. Seguía con Roque. Decía que la necesitaba más que nunca, ahora que él estaba en silla de ruedas y había iniciado la rehabilitación. Sus pómulos brillaban con un fuego frío, eléctrico, meteórico. Nos despedimos con el viento del azar a favor. Yo me sentía con la seguridad imparable del ganador, era un Freddie Mercury en Wembley.

    Quizá por esto mismo, no volví a verla hasta el 15 de julio del 1989, con mi título de mecánico en el bolsillo y el muro de Berlín medio derruido. Mi Pontiac corría lo suficiente aunque comenzaba a renquear y era difícil sustituir algunas piezas. Cristina Prieto era una sombra de Cristina Prieto, pero a mí eso no me importaba. La misma mirada, los mismos ojos oscuros que me interrogaban con admiración e interés de adulto, la mano alargada sobre mi brazo tenso sobre el volante, las mismas bromas antiguas. Yo hablaba de nuestras vidas con sonrisa soñadora, y tuve la intuición, esta vez sí, de que ese momento sería el inicio de algo, que esos ojos y esas manos compartirían todo, en la cama, en el cine, en la calle, de por vida. Era el momento de parar. Detuve el coche e intenté besarla. Esa noche decidí cambiar mi viejo Pontiac. Al día siguiente, di la última vuelta por el barrio. Divisé a Roque, sentado en las escaleras del patio, escuálido y encorvado sobre un cigarrillo, con la mirada perdida, y, agarrada de su brazo, a Cristina. Y, durante algún tiempo, estuve dándole vueltas a qué pasaría por su cabeza, qué quedaría del amor que no sea veneno, qué sería de nosotros dentro de unos quince años y cosas de ese estilo.


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