Concurso #SueñosdeGloria. Finalista en Zenda
El Gran Salto
Nadie
conoce los miedos de los otros.
Sin temor salimos por la puerta del cine para el Gran Salto. La
estación brillaba como el País de Nunca Jamás.
Centelleaban las risas entre el ruido de trenes que provenían de
Valldoreix y más allá. A mediodía, los turistas se aglomeraban en
el entorno de las taquillas. Nos camuflaba la multitud, no sé si
porque realmente pasábamos desapercibidos o porque nadie podría
dejar solos a tres chiquillos, aunque mi aspecto de mozalbete ayudaba
a aparentar algún año más. Mezclados entre unos turistas
italianos, subimos al vagón y conforme el tumulto de gente se
disipaba, nos sentamos junto a una apacible viejecita con sombrero.
Por
fin, el tren arrancó y nos miramos como triunfadores:
-“Sólo
tienes que torcer por la segunda estrella y después todo recto hasta
el amanecer” cantó Wendy. Pedro la miraba y le seguía la canción
mientras veíamos como el vagón tomaba velocidad entre los túneles
de salida de la urbe.
-“Qué
dirección más rara”, le repliqué, cómplice de la excitación
de sus palabras.
Desde
la ventana, presenciábamos como el paisaje se iba remansando, como
las motas de polvo navegaban errantes por los rayos de luz de la
ventana. Nos alejábamos de las vías enredadas en las afueras y se
adivinaban las colinas del Tibidabo, al fondo las de la Sierra de
Collserola, y el tapiz de jaras, encinas y pinos blancos. Todos
habíamos visitado el parque de atracciones: la interminable montaña
rusa, la casa del terror, el barco pirata y el olor a algodón de
azúcar:
-¿Cuándo
llegaremos?
-Deben
faltar quince minutos - intervino la anciana.
Minutos
que aparentaban horas. Pensábamos que nuestra escapada había sido
tan perfecta que toda la vida sería así. El paisaje nos llevaba tan
lejos, que nos hacía olvidar los lugares propios, los espacios que
sólo nos recordaban a nosotros mismos y las costumbres cotidianas.
En aquel verde salpicado de genista y torvisco, había un pacto de
aventureros salvajes y piratas con bandera blanca hermanados en
sangre. La aventura irrepetible. Y así lo firmamos para siempre
compartiendo una piruleta de nuestra bolsa de chucherías.
La
viejecita del sombrero parecía divertirse con nuestras ocurrencias y
gestos. Wendy le ofreció un caramelo de la bolsa. La anciana, con
gesto amable, cogió uno y preguntó en voz alta: “¿Dónde está
tu mamá?”. Pedro se quedó congelado, y Wendy no respondió. Yo
imaginé una alarma sonando por todo el vagón. Sus palabras
estallaron como cristales en mil pedazos.
No
habían pasado ni cinco minutos, cuando la mirada de un hombre con
periódico y gorra se posó en mí. Es verdad que cuando cualquiera
tiene un brote de felicidad, existe alguien preparado para
destruirlo. Yo trataba de evitar su mirada furtiva. Me di cuenta de
que era manco, llevaba un brazo ortopédico. "Al reptil no
hay que sonreír", pensé tratándome de ocultar entre las
cabezas de los otros pasajeros.
Me
sofocaba el calor. Corrí a los lavabos para despejarme y, al salir,
dos revisores estaban al lado de Pedro y Wendy, solicitando los
billetes que no teníamos, y el hombre de la gorra y el periódico,
con ceño fruncido, junto a ellos.
El
tren paró en una estación intermedia. Los hicieron bajar. En el
andén aguardaba un policía. Vi como Wendy miraba para atrás y
gritaba. Pedro lloraba desconsolado. El tiempo nos cazará a todos.
Me escondí de nuevo en el lavabo. Dejé pasar los minutos. Al
comprobar que el tren no se movía, salí del escondite y me percaté
de que la puerta del vagón estaba abierta. Al fondo, el hombre
manco leía su periódico y la abuelita hacía gestos de despedida.
Pedro y Wendy esperaban en la estación escoltados por dos policías.
En un despiste, podrían escapar corriendo y huir por un costado de
la estación para siempre.
De
nuevo el tren iniciaba lentamente su marcha. El hombre de la gorra se
levantó con torpeza y caminó por el pasillo del vagón hacia el
lavabo. Mi inquietud se agitaba en la alarma, en el silencio del
traidor, en la gloria de la evasión. “Siempre” era muchísimo
tiempo. El instante se impregnó de ese gesto de soledad rotunda que
elige abrir o cerrar puertas. Allí, ante el andén, aguardaba el
desafío, el Gran Salto.