Desde hace varios meses me fascina que mi amiga Julia me cuente anécdotas de la Grecia Clásica, como la de aquel gran atleta Milón de Crotona, que lanzó una jabalina que nadie vio caer y que, supuestamente, permanecía todavía suspendida en el aire. Yo aún me río de ella, del frenesí para relatar sus historias.
De las primeras chanzas pasé a interrogarme si podría contemplar la jabalina, sopesaba la idea de que se clavara en alguien o en mí mismo. Entre nubes, intuí verla en uno de mis paseos dominicales. Comencé a soñar con ella, a presentirla clavada en mi abdomen, y a mal dormir obsesionado por aquella pesadilla definitiva. Vigilaba el cielo por la calle, me protegía en portales y cornisas, cruzaba los pasos de cebra como basilisco, descartaba los días tumbado en la playa. Ya no salía al balcón, ya ignoraba las noches estrelladas.
Asustado por cualquier brisa repentina, vivo en la tesitura de no descubrirme, de no dejarme sorprender por la intemperie, atrapado por una ficción y por ese amor imposible, afilado y enajenado, con el que Julia me ensueña.
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