Mientras pasa la fregona, Soledad, la limpiadora, pinta de forma
caprichosa siluetas en el suelo que, entre hilos, se desvanecen para
siempre. Ensimismada en el quehacer mecánico, da vueltas en su cabeza a
preguntas sobre si llegará a fin de mes, si podrá comprar a sus niños
los libros de la escuela, o si podrá retomar – ya tarde- aquellos
estudios que abandonó a los diecisiete. Se ha dejado llevar por una
sutil ley de la inercia, la misma que empuja, a miles de kilómetros, la
nave “Kubrik III” de la Agencia Espacial, cruzando el cielo y pilotada
por la experimentada astronauta Ludmila Tokov, quien se interroga si
llegará a enlazar con la órbita adecuada, antes de la entrada en la
atmósfera. Tras varias tentativas fallidas planeadas desde la base,
indaga entre las lógicas del azar si volverá de nuevo a ver a su
familia, a sentir la gravedad del suelo, a recobrar la brisa húmeda del
agua, o a sorprenderse por las estelas tenues de otras naves, de otros
destinos.
Un minúsculo punto de espuma gravita en el universo del cubo de la
limpieza. Una estela nueva se dibuja errante y leve. En un lapso
indecible, desaparece para siempre.
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